22 nov 2011

C.S. Lewis, Narnia y el diálogo interreligioso (y la esclavitud capitalista)



C.S. Lewis, Narnia y el diálogo interreligioso (y la esclavitud capitalista)

– Y hay otra cosa más que deben aprender –continuó el Mono–. He oído que algunos de ustedes dicen que soy un Mono. Pues no; soy un Hombre. Si parezco un Mono es sencillamente por lo viejo que soy: tengo cientos y cientos de años. Y debido a mi vejez, soy muy sabio. Y porque soy muy sabio soy el único a quien Aslan hablará. No se le puede molestar para que hable con un montón de animales estúpidos. Él me dirá a mí lo que tienen que hacer ustedes, y yo se los comunicaré. Y les doy un consejo: háganlo todo con la mayor rapidez, pues Él no va a tolerar ninguna tontería.

Hubo un silencio sepulcral, excepto el ruido de llanto de un tejón pequeñito a quien su madre trataba de mantener callado.

– Y ahora otra cosa –prosiguió el Mono, poniendo una nueva nuez dentro de su carrillo–. He oído que algunos de los caballos dicen: “Apurémonos y liquidemos lo más pronto posible este asunto de acarrear madera y volveremos a recuperar nuestra libertad”. Bueno, pueden sacarse esa idea de sus cabezas inmediatamente. Y no crean que sólo los caballos. Cualquiera capaz de trabajar será de ahora en adelante obligado a hacerlo. Aslan ha convenido todo con el Rey de Calormen, el Tisroc, como lo llaman nuestros amigos de la cara morena, los calormenes. Todos ustedes, caballos y toros y burros serán enviados a Carlormen a ganarse la vida trabajando, de tiro y de carga como hacen todos los caballos y sus semejantes en los demás países. Y ustedes, los animales que saben cavar como los topos y los conejos y los Enanos, irán a trabajar a las minas del Tisroc. Y...

– No, no, no –aullaron las Bestias–. No puede ser verdad. Aslan jamás nos vendería como esclavos al Rey de Calormen.

– ¡No es eso! ¡Callen ese griterío! –exclamó el Mono, con un gruñido–. ¿Quién ha hablado de esclavitud? No serán esclavos. Se les pagará, y muy buenos salarios. Es decir, la paga que reciban irá a las arcas de Aslan y él la usará sólo para el bien de todos.

Luego dio una rápida mirada, casi haciendo un guiño, al calormene jefe. El calormene hizo una reverencia y contestó en el pomposo estilo calormene:

– Muy sapiente Portavoz de Aslan, el Tisroc (que viva para siempre) está absolutamente de acuerdo con Su Señoría respecto a este juicioso plan.

– ¡Ahí tienen! ¡Ya lo ven! –exclamó el Mono–. Está todo arreglado. Y todo para vuestro propio bien. Nos será posible, con el dinero que ustedes ganen, hacer de Narnia un país donde valga la pena vivir. Habrá naranjas y plátanos en abundancia, y caminos y grandes ciudades y escuelas y oficinas y látigos y bozales y monturas y jaulas y perreras y prisiones... ¡Oh, habrá de todo!

– Pero nosotros no queremos todas esas cosas –dijo un anciano Oso–. Queremos ser libres. Y queremos escuchar a Aslan hablando en persona.

– Mira, no empieces a discutir –replicó el Mono–, porque eso es algo que no voy a tolerar. Soy un Hombre; tú eres sólo un Oso gordo, estúpido y viejo. ¿Qué sabes tú de libertad? Crees que la libertad significa hacer lo que quieras. Bueno, estás muy equivocado. Esa no es la verdadera libertad. La verdadera libertad consiste en hacer lo que yo te diga.

– Grñmmm –gruñó el Oso, rascándose la cabeza; le parecía que esta clase de cosas era muy difícil de entender.

– Por favor, por favor – dijo la voz aguda de un lanudo cordero, tan joven que todos se sorprendieron de que se atreviese a hablar.

– ¿Qué pasa ahora? –dijo el Mono–. Habla rápido.

– Por favor –continuó el Cordero–, no puedo entender. ¿Qué tenemos que ver nosotros con los calormenes? Nosotros pertenecemos a Aslan. Ellos pertenecen a Tash. Tienen un dios llamado Tash. Dicen que tiene cuatro brazos y la cabeza de un buitre. Matan Hombres ante su altar. Yo no creo que exista un ser como Tash. Pero si lo hubiera, ¿cómo podría Aslan ser amigo de él?

Todos los animales ladearon sus cabezas y sus ojos brillantes relampaguearon mirando al Mono. Sabían que era la mejor pregunta que se había hecho hasta ahora.

El Mono dio un salto y escupió al Cordero.

– ¡Qué infantil! –silbó–. ¡Tú, tonto balador! Andate a tu casa con tu mamacita a tomar tu leche. ¿Qué sabes tú de estas cosas? Pero los demás, escuchen. Tash es simplemente otro nombre de Aslan. Todas esas antiguas ideas de que nosotros estamos en lo cierto y los calormenes equivocados, es una tontería. Ahora lo sabemos mejor. Los calormenes usan diferentes palabras, pero todos queremos decir la misma cosa. Tash y Aslan son sólo dos nombres diferentes para Quién ustedes saben. Es por esa razón por la cual jamás puede haber una disputa entre ellos. Métanselo en sus cabezas, brutos estúpidos. Tash es Aslan; Aslan es Tash.

Tú sabes lo triste que puede ponerse a veces la cara de tu perro. Piensa en eso y piensa luego en las caras de aquellas Bestias que Hablan –todos aquellos honrados, humildes, desconcertados pájaros, osos, tejones, conejos, topos y ratones–, muchísimo más tristes todavía. Todos tenían la cola gacha, los bigotes caídos. Se te habría partido el corazón de pena de ver sus caras. Había uno solo que no parecía desdichado.

Era un gato rojizo, un inmenso Tom en la flor de la edad, que estaba sentado muy derecho con la cola enroscada en sus pies, en plena primera fila del grupo de Bestias. Había estado mirando fijo al Mono y al capitán calormene todo el tiempo y no había pestañeado jamás.

– Perdóname –dijo el Gato con gran cortesía–, pero esto me interesa. ¿Tú amigo de Calormen dice lo mismo?

– Ciertamente –contestó el calormene–. El ilustrado Mono, Hombre quiero decir, está en lo correcto. Aslan quiere decir, ni más ni menos, Tash.

– En especial, ¿Aslan no significa más que Tash? –sugirió el Gato.

– No significa más en absoluto – respondió el calormene, mirando al Gato directo a los ojos.

– ¿Es suficiente para ti, Jengibre? –preguntó el Mono.

– ¡Oh, por supuesto! –dijo Jengibre, con toda calma–. Muchas gracias. Sólo quería tenerlo bien claro. Creo que ya empiezo a entender.

Hasta ahora el Rey y Alhaja no habían dicho una palabra; esperaban que el Mono los invitara a hablar, ya que pensaban que no tenía objeto interrumpir. Pero cuando Tirian miró las caras tristes de los narnianos, y vio que estaban por creer que Aslan y Tash eran una sola cosa, no pudo soportar más.

– Mono –gritó a toda boca–, mientes. Mientes como un condenado. Mientes como un calormene. Mientes como un Mono.

Pretendía seguir y preguntar cómo el terrible dios Tash, que se alimentaba de la sangre de su pueblo, podría de alguna manera ser lo mismo que el buen León, cuya sangre salvó a toda Narnia. Si le hubiesen permitido hablar, probablemente el reinado del Mono habría terminado ese mismo día; las Bestias hubieran comprendido la verdad y habrían depuesto al Mono. Pero antes de que pudiera pronunciar una palabra más, dos calormenes lo golpearon con todas sus fuerzas en la boca, y un tercero, por detrás de él, le dio un puntapié, haciéndole una zancadilla. Cuando cayó, el Mono chilló de rabia y terror:

– Llévenselo. Llévenselo. Llévenlo donde no pueda oírnos, ni nosotros podamos oírlo a él. Amárrenlo a un árbol allá. Yo, es decir Aslan, lo someterá a juicio más tarde.

FUENTE

C.S. LEWIS, Las Crónicas de Narnia, Libro VII. La última batalla, Cap. III. El mono en su esplendor.

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17 nov 2011

El Imperio a España vendrá por los caminos del mar



DISCURSO DEL SANTO PADRE PÍO XII
A LA TRIPULACIÓN
DEL BUQUE-ESCUELA  DE LA ARMADA ESPAÑOLA

Jueves 17 de noviembre de 1955

He aquí, hijos amadísimos, —Jefes y Oficiales, Alumnos, Suboficiales y Marinería, que formáis la tripulación del buque-escuela «Neptuno»— he aquí una visita que, por la amabilidad que supone el haberla colocado entre los objetivos primordiales de vuestro crucero, Nos queremos agradecer de modo especial, mientras os damos, de todo corazón, la más paternal bienvenida.

Bienvenida sea, pues, a la Casa del Padre común, la gente de mar, los fieles servidores de un ideal, que hace de vuestras existencias casi un holocausto en el riesgo nunca interrumpido, en la dureza del servicio y en todo un modo de ser que parece mirar solamente a la defensa y protección de una Patria, olvidando toda comodidad en el severo engranaje de vuestra férrea disciplina.

Pero, precisamente en este, llamémoslo así, ascetismo de vuestra vida, está la fuente segura de esas virtudes que os deben distinguir. «Si quieres aprender a rezar —dice el refrán castellano— métete en el mar». Pero la verdad es mucho más amplia: métete en el mar y verás cómo el mar te lleva a Dios, no solamente en el momento del peligro, cuando la oración sube tumultuosa y vacilante a los labios, invocando socorro contra las iris del ventarrón furioso o el imponente asalto de las olas embravecidas, sino también, y mucho más, en las horas serenas, cuando parece que se vive en medio de la inmensidad de Dios al dejar perder la vista en los horizontes infinitos, o cuando nos parece contemplar Su belleza al mirar embelesados un sol —disco de oro— que se hunde solemne en las aguas, tiñendo de arreboles los cielos y arrancando reflejos de plata a las ondas tranquilas. ¡Entonces sí que se siente cercano a Aquel que puso en el mar sus caminos (cf. Sal 76, 20), a Aquel a quien el viento y el mar obedecen (cf. Mc 4, 41)!

Vuestra Nación, hijos queridísimos, entre dos mares providencialmente colocada, por el mar recibió aquellos grandes aportaciones que fueron para ella las culturas griega y fenicia; y a través del mar comenzó bien pronto a lanzar sus bajeles para demostrar de lo que era capaz, unas veces en empresas puramente peninsulares, como la del gran almirante Bonifaz, y otras proyectando ya sus ímpetus al exterior, como con los dos Rogeres, el de Flor y el de Lauria. Después, al abrirse los tiempos, al caer la barrera de lo desconocido y quedar como centinela avanzado del mundo viejo, el mar se quedó pequeño ante el empuje de vuestras proas. Era la hora de Dios, cuando en la cofa más alta de la nave campeaba siempre una cruz, y cuando junto el descubridor no faltaba nunca el misionero. Vocación heroica y providencial de una estirpe, a la que ella supo tan generosamente corresponder.

Aquellos días han pasado y hoy la ciencia náutica —no encerrada ya en los estrechos muros de una escuela de Sagres o de un aula de Salamanca— ha superado con mucho las carabelas y los bergantines, los astrolabios y las tablas de declinación de aquellos tiempos, poniendo a vuestra disposición medios perfectísimos, de increíble potencia, de rapidez inaudita, para los que no son obstáculo las distancias, las nieblas, las calmas del viento y hasta las mismas sombras de la noche. Pero hoy, como entonces, el hombre, que lo maneja todo, será el elemento decisivo, y al fin y al cabo dependerá de vosotros el poner el espíritu de sacrificio, característico de vuestra profesión; el sentimiento de fraternidad universal, fruto de vuestros continuos viajes; y hasta vuestra capacidad técnica al servicio de la humanidad, del bien común, del progreso y utilidad en todos los ramos y, en una palabra, para protección, conservación y fomento de la verdadera paz.

Id con Dios, amadísimos, especialmente vosotros, la florida juventud que se prepara para el futuro; aprended a respetar y a amar a vuestros Jefes; a trataros entre vosotros con sincera y fraternal Camaradería, donde la principal emulación consista en ver quién es el mejor en todo; a ser afectuosos y deferentes con esta Marinería, símbolo de la que mañana ha de formar vuestra gran familia en vuestros respectivos destinos; y aprovechad lo más posible esta travesía, sobre todo para vuestra formación humana y espiritual, a fin de que mañana y siempre, en todos los puertos, en todos los mares, sigáis siendo ejemplo no sólo de corrección, de prestancia, y de gallardía, sino también de Caballeros cristianos, que van predicando por todas partes la Fe que profesan con el ejemplo de su vida.

Marinos o marineros somos un poco todos, que a través de este viaje, que es la vida, vamos dando bordadas para capear el viento contrario, para sortear escollos, para huir los enemigos, que ahora a babor y luego a estribor nunca dejan de insidiarnos; y bien desgraciado sería el que, después de tantos sudores, acabase arrumbando o yéndose al garete. Del pueblo de Dios, dice el gran Apóstol de las gentes (cf. He 11, 29), que, gracias a su fe, consiguió pasar a través del mar como por tierra seca. Es la misma fe que vosotros profesáis y que os ha de servir de luz y de dirección en todas vuestras travesías.


Y si mirando a lo alto buscáis una estrella, Nos os invitamos a contemplarla en la que vosotros mismos llamáis «Estrella de los mares», en vuestra Virgen del Carmen, que tantas veces y de tantas maneras ha mostrado su predilección por los que a las aguas inestables confían sus vida al servicio de Dios y de la Patria.

Una Bendición, hijos amadísimos, para vuestra España querida; una Bendición para todas las naves que en cualquier parte del mundo en estos momentos se mezan sobre las olas la sombra de la gloriosa Enseña roja y gualda; una Bendición para todos vuestros colegas, para vuestras familias y para todas vuestras intenciones. Y cuando, muy pronto, al caer el día, os reunáis la primera vez en la toldilla para entonar la Oración de la tarde, haced una intención especial por vuestro Padre de Roma que aquí, en el centro de la Cristiandad, en esos momentos ora por vosotros y, como si os tuviera presentes, uno a uno, afectuosamente os bendice.

Fuente:

Discurso del Santo Padre Pío XII A la tripulación del buque-escuela «Neptuno» de la Armada española (17 de noviembre de 1955), Discorsi e Radiomessaggi, vol.XVII, págs, 395-397.

***

V. La necesidad de una síntesis entre lo tradicional y lo moderno


V. LA NECESIDAD DE UNA SÍNTESIS
ENTRE LO TRADICIONAL Y LO MODERNO

H. C. F. MANSILLA, Lo razonable de la tradición.
Una revisión crítica de algunos principios premodernos (V)

Vid. el estudio al completo en
“Lo razonable de la tradición” n. I, n. II, n. III, n. IV y n. V



No podemos retornar al mundo preindustrial, pero sí podemos intentar una simbiosis entre los elementos positivos de lo premoderno y de la modernidad: podemos, por ejemplo, tratar de no destruir ni desvirtuar nuestras tradiciones razonables, y combinarlas con lo rescatable de la modernidad. Estos esfuerzos sincretistas no son ni tan raros ni condenados a priori al fracaso: en gran parte la historia universal está construida por ellos. Max Horkheimer señaló que una de las tareas primordiales de la teoría crítica en la actualidad era discernir lo que había que preservar del pasado —sobre todo normativas y logros culturales— y lo que era necesario combatir del presente (79). Cada progreso conlleva la eliminación de algo que ha sido positivo: es conveniente tener consciencia y dejar constancia de ello. El dolor y el duelo por estas pérdidas sirven para relativizar el progreso material, no siempre tan razonable: lo irracional sería aceptar todo progreso por el mero hecho de serlo. Es sintomático que un gran pensador como Max Weber, quien consagró una notable porción de su obra teórica a fundamentar la necesidad de la abstención de juicios valorativos en la actividad científica, sintiese una enorme nostalgia reprimida por sentimientos y valores: la «modernidad» de su enfoque fue horadada por su añoranza de elementos premodernos, como la fraternidad, la religiosidad, la espontaneidad y la búsqueda de sentido (80).

En la actual sociedad compleja y sobredesarrollada la solidaridad humana sólo se puede dar como la consciencia de un desamparo existencial que atañe a todos; lo que puede unir a los hombres es la sensación de soledad colectiva, el percatarse de la precariedad de la vida a largo plazo en un mundo finito y amenazado por la propia evolución humana y el reconocer la serie interminable de horrores e injusticias que jalonan la historia. Y este abandono liminar sólo puede ser compensado por la creencia en lo transcendente y por la preservación de modelos de convivencia humana que conservan los cimientos de una sociedad genuinamente humana: amor y solidaridad inmediatas (no mediatizadas por estructuras burocráticas, por más eficientes que éstan sean), y una creencia racional que otorgue sentido a nuestra existencia individual y colectiva.

La síntesis postulada puede ser explicitada brevemente mediante la mención del rol que la religiosidad (y aspectos afines) puede aun jugar en el mundo moderno. Las diferencias entre religión y mitos, por un lado, y saberes objetivos y conocimientos derivados de experimentos científicos, por otro, son importantes. Sobre esa diferencia —su especificidad, cultivo e intensificación— se basan la civilización occidental y los logros de la modernidad. Sería una absoluta necedad negar esta distinción palpable y simplemente fundamental. Pero hay también semejanzas entre ambas formas del quehacer humano, similitudes que ahora comienzan a ser reconocidas en cuanto tales y que impiden la desvalorización y el desprecio sistemáticos del mito, la religión y, en general, de los valores y las instituciones premodernas. Las ciencias naturales parecen gozar de injustificados privilegios respecto de las sociales y espirituales, privilegios que se derivan de una curiosa convicción en la mayor objetividad y exactitud de las primeras. Las ciencias naturales han resultado ser, empero, tan tributarias como las otras del entorno personal, cultural e histórico de los científicos, y sus practicantes tan proclives a prejuicios e influencias de todo tipo, incluidas las políticas, como aquéllos que investigan leyendas y costumbres de otros pueblos. Insistiendo en esta posibilidad, ya Emile Durkheim llegó a la conclusión de que el proceso de constitución de las ciencias no difiere sustancialmente del de las religiones (81).

Las actuales inclinaciones a deconstruir y desmistificar todo fenómeno relacionado con lo religioso y lo mítico conllevan a menudo la imposición del propio criterio del investigador, para quien la grandeza y la lógica interna de los asuntos estudiados no son fácilmente comprensibles (82). Los mitos y las doctrinas religiosas tienen la función de recordar a los hombres su índole pasajera y lo efímero de todos sus actos. La religión puede ayudar al hombre a que éste evite el acto máximo de soberbia, que es colocarse en lugar de Dios en la esfera de lo absoluto. Las versiones más plausibles de la teología, que en este punto se asemejan a los rasgos centrales del misticismo, abandonan la pretensión de conocer inequívocamente a Dios y, por lo tanto, a penetrar la esencia de todo el universo, reconociendo así los límites de nuestras facultades cognoscitivas, pero postulando la idea de que si bien no podemos comprender exhaustivamente el mundo, sí podemos amarlo y conservarlo. Concepciones metafísicas pueden tener una remarcable función antidogmática. Paul K. Feyerabend, uno de los padres del postmodernismo, escribió: «Una ciencia, que se cree exenta de toda metafísica, está en el mejor camino de convertirse en un sistema metafísico dogmático» (83). Es sintomático que la oposición vehemente a toda forma de fundamentación metafísica proviene de aquellos que, de manera subrepticia, intentan descubrir valores sólidos y verdades incontrovertibles, como lo han demostrado los marxistas a lo largo de ciento cincuenta años. La necesidad de la metafísica se hace patente en el momento de su caída (84), que coincide con la modernidad: liberándola de sus aspiraciones objetivistas y apologéticas, que había heredado de la teología y la ideología, la metafísica permanece indispensable para la constitución de una consciencia crítica (85). La verdad de la metafísica reside en un impulso que transciende la pretensión de lo absoluto que tiene todo status quo, que posee todo sistema social o moda teórica por el mero hecho de prevalecer en un momento dado. Sin este ímpetu que sobrepasa y pone en cuestionamiento lo existente, que, como su propio nombre indica, va más allá de lo tangible, no se daría la verdad en sentido enfático. «La experiencia subjetiva liberada y la metafísica convergen en humanidad» (86). El genuino saber es impensable sin un motivo que hoy, en la era del predominio total del principio de rendimiento y eficacia, puede ser calificado de platónico y, obviamente, de premoderno: el entusiasmo. Se añora aquello que no es y no puede ser una posesión segura: la auténtica sabiduría ama lo que no puede ser utilizado estratégica o instrumentalmente, y cuyo modelo último es el amor de Dios (87).

No hay que apoyar, obviamente, la módica confusión entre opinar, saber y creer, como si todos estos factores tuviesen exactamente la misma validez. Pero no hay duda de que la investigación comparada en sociología, lingüística, etnografía y estudios religiosos ha conmovido la antigua certidumbre de que la religión se ocupaba de cuestiones meramente especulativas y la ciencia de fenómenos estrictamente verificables. Como ya afirmó Georg Wilhelm Friedrich Hegel en sus primeros escritos fragmentarios, la contraposición que se manifiesta a menudo entre la razón y el acto de creer puede ser considerada como una oposición aparente, puesto que ambas esferas se mueven dentro del mismo elemento y están influidas por un mismo designio humano, que es el de percibir lo absoluto. Su oposición es fructífera, y es conveniente que ambas no se diluyan, sino que más bien se mantengan diferenciables en sus modos de proceder (88). El peligro actual consiste en que a la filosofía contemporánea y al pensamiento postmodernista les es indiferente esta compleja, pero diferenciada relación entre saber y creer, entre la comprensión del mundo de los fenómenos relativos y el vislumbrar lo absoluto. Hoy en día se da preferencia a una amalgama mal aderezada de todo un poco, para la cual no existen distinciones —y, por lo tanto, vínculos discernibles— entre la mera opinión (doxa), el saber genuino (episteme) y el credo auténtico (pistis). Por ello se ha disuelto asimismo la base de toda moralidad auténtica, que no se puede demostrar empíricamente, pero que ha constituido siempre la base para nuestra razón práctica, es decir para aquella que rige las interacciones con nuestros semejantes (89).

Los nuevos conocimientos de la sociogenética (90) —que se destacan por un total desinterés por la temática religiosa— han brindado nuevas luces al nexo entre saber y creer. Cada paso en la evolución de las especies en general y de la humana en particular sirve al objetivo de optimizar las oportunidades de supervivencia del organismo y sólo secundariamente de brindarle informaciones objetivas sobre su entorno. Una percepción absolutamente fiel del mundo exterior no se puede dar mediante órganos a medio construir, por más que éstos hayan surgido precisamente para aprehender el medio ambiente, ya que todos ellos denotan marcadas debilidades «subjetivas» como los nuestros. Esto nos lleva a la conclusión de que la razón, tal como la conciben los científicos, representa una de las formas de comunicarse con el mundo: una manera de gran relevancia y éxito, sin duda alguna, pero no la única, lo que rehabilita la esfera de la teología y la poesía. Además: la evolución humana es una entre muchos otros procesos similares. Su duración excepcionalmente breve en el gran libro de la historia natural no nos permite la aseveración de que con ella se alcanza la culminación del despliegue del universo. Ni siquiera la posesión de la razón nos distingue de modo radical de la evolución de otros seres vivientes. Esto confirma las viejas convicciones de las grandes confesiones orientales y de los credos animistas. Y justamente esa duración tan corta de la especie humana no le da ningún derecho para destruir los ecosistemas en un lapso temporal reducidísimo y para conseguir ventajas materiales en el fondo mezquinas, tal como gozar de más juguetes técnicos y consumo ostentoso por espacio de pocas décadas y para el solaz de pocas naciones, ventajas que resultan ridículas y autodestructivas desde la perspectiva de largo aliento de la naturaleza.

Por otro lado nuestro cerebro, que se halla aún en pleno desarrollo, contiene porciones muy antiguas, las que retienen emociones y son probablemente responsables por reacciones irracionales. Esta parte de nuestro cerebro no puede ser eliminada. Los intentos de modificar nuestro mundo de acuerdo a principios estrictamente racionales —como lo trató de hacer el marxismo en todas sus variantes y lo intenta la razón instrumental del presente— están condenados al fracaso. Requerimos de instancias, como la sabiduría ancestral contenida en los mitos y en las creencias religiosas, que refrenen esos designios demoniacos y nos inspiren algo de modestia con respecto a la Tierra y el cosmos. Principios aristocráticos tradicionales pueden, paradójicamente, aportar impulsos a este anhelo.

Hoy en día es imprescindible un cuestionamiento radical del mito moderno (y postmoderno) por excelencia: la razón predominante es aquella de la conformidad con lo que existe en un momento dado (91). La filosofía y el impulso crítico, esas ocupaciones de origen premoderno, no nos pueden brindar con seguridad respuestas correctas a todas nuestras preguntas, pero, al inducirnos a la reflexión, nos abren posibilidades de conocimiento y asombro, de las cuales no nos habíamos percatado a causa de nuestros hábitos. Al ensanchar nuestras perspectivas, relativizan la arrogante certidumbre de la racionalidad instrumental hoy prevaleciente, nos liberan de falsas firmezas y de la tiranía de lo acostumbrado, y nos conducen así a nuevas formas de nuestra propia dignidad. La tradición rescatable se revela como la herencia razonable: se halla al final y no al comienzo de nuestros esfuerzos interpretativos y presupone el tamizado del espíritu crítico (92).

Fuente:

Revista de Estudios Políticos (Nueva Época) Núm. 113. Julio-Septiembre 2001 (pp. 9-42)

Notas:

(79) MAX HORKHEIMER: «Kritische Theorie gestern und heute» (La teoría crítica ayer y hoy), en HORKHEIMER: Gesellschaft.... op. cit.. nota 9, pág. 166. Sobre lo razonable del espíritu conservador en la actualidad cf. HERMANN LÜBBE: Fortschritt ais Orientierungsproblem. Aufklärung in der Gegenwart (El progreso como problema de orientación. Esclarecimiento en el presente), Rombach, Freiburgo, 1975, pág. 62 sq.

(80) A este respecto cf. ARTHUR MITZMAN: op. cit., nota 10, pág. 163, 170, 179, 203, 256, 263, 271.

(81) Cf. EMILE DURKHEIM: Les formes élémentaires de la vie religieuse, París, 1912. La idea del progreso material e histórico y la concepción de los costes sociales del mismo pueden poseer un fundamento teológico: el avance hacia la redención mesiánica que pasa ineluctablemente por el valle de lágrimas de los sacrificios colecticos. Cf. sobre esta temática KARL LÖWITH: Weltgeschichte und Heilsgeschehen. Die theologischen Voraussetzungen der Geschichtsphilosophie, Kohlhammer, Stuttgart, 1957, passim; FERNANDO MIRES: El discurso de la naturaleza. Ecología y política en América Latina, DEI, San José, 1990, pág. 21, 70 sq.

(82) Cf. MIRCEA ELIADE: Le sacré et le profane. Gallimard, París, 1965, pág. 9.

(83) PAUL K. FEYERBAND: «How to Be a Good Empiricist-A Plea for Tolerance in Matters Epistemological», en P. H. NIDDITCH (comp.): The Philosophy of Science. Londres, 1968, pág. 15; JOACHIM ISRAEL: Der Begriff Dialektik (El concepto de dialéctica), Rowohlt, Reinbek, 1979, pág. 18. Sobre el carácter metafísico de los conceptos filosóficos decisivos, que no pueden ser verificados empíricamente, cf. HERBERT MARCUSE: Der eindimensionale..., op. cit, nota 70, pág. 241.

(84) La expresión es de THEODOR W. ADORNO: Negative Dialektik. op. cit.. nota 68, pág. 398.

(85) Como afirmó THEODOR W. ADORNO, la metafísica no es un estadio posterior y secularizado de la teología. La genuina metafísica preserva lo teológico en su crítica de la teología. ADORNO: ibid., pág. 387.

(86) THEODOR W. ADORNO: ibid. pág. 387; cf. también págs. 383, 394-398. Cf. la brillante exposición y critica de esta posición por ALBRECHT WELLMER: Endspiele: Die unversöhnliche Moderne (Juegos finales: la modernidad irreconciliable), Suhrkamp, Frankfurt, 1993, págs. 207-214.

(87) Cf. el magnífico texto de THEODOR W. ADORNO: Philosophische Terminologie (Terminología filosófica), t. I, Suhrkamp, Frankfurt, 1973, págs. 80-84, 131 sq., 118 sq., 171, 210 sq.

(88) G. W. F. HEGEL: «Fragmente über Volksreligion und Christentum» (Fragmentos sobre la religiosidad popular y el cristianismo) [1793/1794], en HEGEL: Werke in 20 Bänden (Obras en 20 tomos; compilación de Eva Moldenhauer y Karl Markxis Michel), 1.1, Suhrkamp, Frankfurt, 1971; Frühe Schriften (Escritos tempranos), págs. 11,15 sq., 89 sqq. 101-103; HEGEL: «Entwürfe über Religion und Liebe» (Esbozos sobre religión y amor) [1797/1798], en ibid., págs. 250-254. Cf. también HEGEL: «Phänomenologie des Geistes» (Fenomenología del espíritu), en HEGEL: Werke... ibid.. t. III, págs. 495-498, 502, 558.

(89) Cf. KARL LÖWITH: Wissen..., op. cit.. nota 2, págs. 5-9 (sobre la compleja relación entre estos factores en la filosofía de IMMANUEL KANT y cómo esta vinculación fue concebida de otra manera por G. W. F. HEGEL). Cf. IMMANUEL KANT: «Kritik der reinen Vernunft» (Critica de la razón pura) [1781], segunda parte, en KANT: Werke (Obras; compilación de Wilhelm Weischedel), t. 4, WBG, Darmstadt, 1968, págs. 687-695.

(90) Cf. HOlMAR VON DITFURTH: Der Geist fiel nicht vom Himmel. Die Evolution unseres Bewusstseins (El espíritu no cayó del cielo. La evolución de nuestra consciencia), DTV, Munich, 1980, págs. 263, 316.

(91) Sobre esta temática cf. LORD BERTRAND RUSSELL: Probleme der Phüosophie (Problemas de la filosofía) [1912], Suhrkamp, Frankfurt, 1967, págs. 138-140.

(92) Cf. ZYGMUNT BAUMAN: Moderne und Ambivalenz. Das Ende der Eindeuligkeil (Modernidad y ambivalencia. El fin de la univocidad) [1991], Fischer, Frankrurt, 1996, pág. 305 (siguiendo un argumento de OCTAVIO PAZ).


IV. La necesidad de una estética edificada sobre la belleza


IV. LA NECESIDAD DE UNA ESTÉTICA
EDIFICADA SOBRE LA BELLEZA

H. C. F. MANSILLA, Lo razonable de la tradición.
Una revisión crítica de algunos principios premodernos (IV)

Vid. el estudio al completo en
“Lo razonable de la tradición” n. I, n. II, n. III, n. IV y n. V



En un interesante estudio Wolfgang Welsch señaló que un comportamiento adecuado y hasta la noción de una vida lograda sólo pueden ser concebidos adecuadamente en el marco de una totalidad, la que, a su vez, debe ser determinada por analogía a la reflexión estética (66). La representación de toda totalidad precisa de un acto de fantasía y de la facultad de discernir entre bienes. Este acto selectivo implica inexorablemente la realización de juicios valorativos. Ahora bien: imaginarse una totalidad social implica pensar una posible concertación de las partes integrantes —una convivencia siempre frágil de pluralidades dispares, no una uniformidad coercitiva—, por más precaria y fugaz que resulte esa concertación, y esto presupone figurarse una proporcionalidad conveniente de los ingredientes de acuerdo a una normatividad que transcienda lo cotidiano y ordinario, lo cual es la actividad estética por excelencia. La conformación de una vida bien lograda es un acto de estilización permanente, como cuando un artista modela y transforma su material. Nuestros esfuerzos cognitivos y éticos están inextricablemente ligados a parámetros estéticos.

La belleza es, por consiguiente, el criterio que determina el arte auténtico: lo bello constituye el lenguaje que nos libera de la servidumbre y lo subalterno, nos con duce con inteligencia y mesura a la dimensión lúdica y traslada lo infinito a formas finitas (67). El gran arte es como una representación de la totalidad de la vida humana: es la expresión de lo misterioso y profundo, elaborada mediante medios que traslucen belleza (o, por lo menos, apuntan a ella) y en la cual toman parte las intuiciones, las obsesiones, las fantasías y hasta las locuras del artista, controladas, eso sí, por el talento de éste, su sentido de armonía, su conocimiento de lo ya experimentado y logrado en su campo. El arte vive de las cuestiones eternas que atañen al género humano, como son la felicidad, el infortunio, el encuentro decisivo, los golpes del destino ciego, lo inconfundible de la individualidad, cuestiones que están por encima de categorías ideológicas y económicas.

La dimensión creativa del arte lo hace más perdurable, más apreciado y más importante que los productos del frío intelecto. El arte contiene una verdad mayor que la filosofía, la ciencia y hasta la razón (68), porque no está amenazado por el carácter abstracto y reduccionista de los conceptos y porque prefigura una comunicación liberada: en toda objetivación artística hay un sujeto colectivo. La racionalidad estética nos manifiesta la idea de una razón sustantiva, basada en la solidaridad y donde se conjugan lo universal y lo particular, lo empírico y lo conceptual, la identidad y la alteridad. Por otra parte, el arte mantiene viva la memoria de una racionalidad orientada hacia fines; el comportamiento estético es la facultad de percibir más aspectos de los que habitualmente nos muestran las cosas (69). Como tal cumple una función semejante a la religión.

El gran arte es aquel que expresa lo que la ideología encubre, aquel que transciende la falsa consciencia; arte genuino es aquel que está libre del principio de utilidad, que está exento del esfuerzo por sobrevivir, libre de las coerciones de la praxis social. La inutilidad del arte es su verdad enfática en un mundo donde el principio de utilidad, exacerbado a la calidad de norma rectora absoluta, ha desvirtuado toda posible humanidad. La autonomía del arte se refleja en su protesta permanente contra toda realidad; sus ficciones son más verdaderas que la vida cotidiana. La esencia del arte reside en su fidelidad a la idea de la felicidad; por ello es «incondicionalmente subjetivo e intraducible a la dimensión de la praxis radical» (70).

Lo que distingue y define al arte auténtico es justamente su facultad de transcender la realidad existente: sobrepasa la «normalidad» creada por instituciones y normas, proponiendo una razón y una sensualidad diferentes (71). Personifica por ello la protesta contra una sociedad fría, inhumana, alienante, opresiva: la distancia del arte con respecto a ella es la cifra de lo falso del orden social. El arte autónomo en cuanto la «memoria del sufrimiento acumulado» (72) es, en el fondo, un movimiento subversivo contra las coerciones sociales; su independencia es la garantía de su rebeldía y simultáneamente de su grandeza. El arte auténtico es aquél que se opone a ser clasificado y encasillado y que exige simultáneamente una interpretación siempre nueva y distinta. Es aquel que encarna la verdad reprimida por el orden social y trabajosamente descifrada por la filosofía y hasta la sobrepasa. El arte verdadero brinda sentido a nuestro mundo, cuando éste se transciende a sí mismo (73). Además el arte y sobre todo la literatura se consagran a tematizar fenómenos individuales, particulares, y por ello la ilusión es su característica sustantiva; se hallan contrapuestos al actual mundo administrado, que es el orden de lo siempre igual, uniformado, nivelizado (74). La dimensión artística es el único lugar que hoy en día permite aún el despliegue de la individualidad.

La preservación de principios aristocráticos —y esto quiere decir: progresistas— en la esfera estética obliga a impugnar el nuevo dogma: todo es arte y todos somos artistas (75). Esta posición, inmensamente popular hoy en día y legitimizada por las corrientes posmodernistas, postula que no hay diferencias substanciales entre la salud y la enfermedad, entre la lucidez y la locura, entre la maestría y la cursilería, entre lo santo y lo profano, entre lo festivo y lo cotidiano, y, obviamente, entre lo artístico y lo prosaico. Estas deliberadas simplificaciones, que caracterizan sobre todo las artes plásticas contemporáneas (76), conllevan una traición a la función transcendente de la belleza, el talento y la fantasía inmersas en las genuinas obras de arte y literatura. Bajo la excusa del experimento y amparándose en una presunta búsqueda de nuevos medios de expresión, las artes contemporáneas documentan «la terrible orfandad de ideas, de cultura artística, de destreza artesanal (...) del quehacer plástico en nuestros días» (77). Pese a su apariencia revolucionaria y desenfadada, espontánea y turbulenta, estas doctrinas denotan una índole profundamente conservadora y rígida, ortodoxa y prescriptiva, pues significan, en el fondo, una cohonestación de la masiva fealdad de la civilización industrial en su etapa actual, una justificación de lo momentáneo (por ser lo existente), una condenación de las tendencias estéticas disidentes y una apología de los gustos convencionales y banales difundidos por los medios masivos de comunicación. La lucha contra lo bello —que parece ser el contenido del arte en la época postmodernista— representa, de acuerdo con Herbert Marcuse, un movimiento represivo y reaccionario, que tiene profundas raíces en la historia del ascetismo fanático, pequeño burgués y antiintelectual (78).

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Notas:

(66) WOLFGANG WELSCH: Vernunft. Die zeitgenössische Vernunftkritik und das Konzept der transversalen Vernunft (La razón. La crítica contemporánea de la razón y el concepto de la razón transversal), Suhrkamp, Frankfurt, 1996, págs. 516-519, 522 sq., 527.

(67) No existe obviamente un criterio absoluto, seguro y generalmente aceptado para definir lo que es la belleza estética, pero se puede afirmar que lo bello se sedimenta en aquellas obras que, además de la perfección técnica, dejan entrever el peso de la experiencia humana, el talento innovador del artista y la energía de la emoción concentrada. Objetos que se limitan a ser pura forma o mera ocurrencia pertenecen al campo del diseño industrial o publicitario. El arte genuino no aplana las diferencias entre realidad e imaginación, sólo las hace más visibles. Las concepciones clásica e idealista concibieron lo bello como la transparencia de lo divino, lo que reunía los criterios de unidad, perfección, proporción y claridad, o lo que causa satisfacción exenta de interés. Cf. ERIC NEWTON: The Meaning of Beauty [1959], Penguin, Harmondsworth, 1962, págs. 207-211; SIR HERBERT READ: «Rational Society and Irrational Art», en KURT H. WOLFF/BARRINGTON MOORE (comps.): The Critical Spirit. Essays in Honour of Herbert Marcuse. Beacon, Boston, 1967, págs. 205-215.

(68) De acuerdo a THEODOR W. ADORNO, las grandes obras de arte irradian manifestaciones de esperanza más vigorosas que los textos teológicos. ADORNO: Negative Dialektik (Dialéctica negativa), Suhrkamp, Frankfurt, 1966, pág. 387.

(69) THEODOR W. ADORNO: Ästhetische Theorie (Teoría estética), Suhrkamp, Frankfurt, 1973, pág. 160 sqq., passim; cf. JAY BERNSTEIN: «Art against Enlightenment: Adorno's Critique of Habermas», en ANDREW BENJAMÍN (comp.): The Problems of Modernity. Adorno and Benjamin, Routledge, Londres, 1989, pág. 58 sq., 61, 65.

(70) HERBERT MARCUSE en su hermoso panfleto: Die Permanenz der Kunst. Wider eine bestimmte marxistische Ästhetik (La permanencia del arte. Contra una determinada estética marxista), Hanser, Munich, 1978, pág. 18, 26, 29, 61. Según MARCUSE (siguiendo a STENDHAL), el arte auténtico sería la promesse de bonheur: MARCUSE: Der eindimensionale Mensch. Studien zur Ideologie der fortgeschrittenen Industriegesellschaft (El hombre unidimensional. Estudios sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada) [1964], Luchterhand, Neuwied/Berlín, 1967, pág. 222.

(71) Ibid., págs. 7 sq., 17, 25, 34, 54.

(72) THEODOR W. ADORNO: Noten zur Literatur (Notas sobre literatura), vol. I, Suhrkamp, Frankfurt, 1965, págs. 77 sq., 183.

(73) THEODOR W. ADORNO: Prismen. Kulturkritik und Gesellschaft (Prismas. Crítica cultural y sociedad), Suhrkamp, Frankfurt, 1976, pág. 226, 302 sq.

(74) ADORNO: Noten..., op. cit., nota 72, pág. 63.

(75) Ya FRIEDRICH NIETZSCHE había prevenido sobre el error que sería identificar artista y obra, como lo hace ahora el postmodernismo y que deviene un endiosamiento absolutamente inmerecido del artista: todo lo que éste roza o todo capricho suyo se transforman mágicamente en una obra de arte... NIETZSCHE comparó adecuadamente al artista con el suelo, el abono y el estiércol sobre los cuales brotan las manifestaciones artísticas, fenómenos ciertamente importantes, pero que uno hace bien en olvidar durante la contemplación estética. NIETZSCHE: Zur Genealogie..., op. cit., nota 46, pág. 93.

(76) Cf. el importante ensayo de JÜRGEN HABERMAS: «Herbert Marcuse über Kunst und Revolution» (Herbert Marcuse sobre el arte y la revolución), en HABERMAS: Kultur und Kritik... op. cit.. nota 39,
pág. 349 sq.

(77) MARIO VARGAS LLOSA: «Caca de elefante», en La Razón, La Paz, 21 de septiembre de 1997, p. A 7: La pretendida espontaneidad de los artistas contemporáneos es, en el fondo, el criterio impuesto «por un mercado intervenido y manipulado por mafias de galeristas y marchands y que de ninguna manera revela gustos y sensibilidades artísticas, sólo operaciones publicitarias, de relaciones públicas y en muchos casos simples atracos».

(78) HERBERT MARCUSE: Die Permanenz..., op. cit.. nota 70, pág. 69 sq., 72. Sobre la estética de MARCUSE cf. HEINZ JANSOHN: Herbert Marcuse. Philosophische Grundlagen seiner Cesellschaftskritik (Herbert Marcuse. Fundamentos filosóficos de su crítica social), Bouvier, Bonn, 1974, págs. 51-54, 140, 187 sq., 190, 194.

III. La monarquía y la aristocracia hereditarias como contrapesos a la plutocracia plebeya


III. LA MONARQUÍA Y LA ARISTOCRACIA HEREDITARIAS
COMO CONTRAPESOS A LA PLUTOCRACIA PLEBEYA

H. C. F. MANSILLA, Lo razonable de la tradición.
Una revisión crítica de algunos principios premodernos (III)

Vid. el estudio al completo en
“Lo razonable de la tradición” n. I, n. II, n. III, n. IV y n. V



Desde Tucídides conocemos los excesos y las necedades a las cuales puede llegar un régimen democrático y un gobierno electo legalmente. Los peligros de la oclocracia, así como la estulticia de la democracia de masas y los riesgos inherentes a los modelos plutocráticos actuales —legitimizados por elecciones de participación ampliamente popular— motivan reflexiones en torno de mecanismos para refrenarles. La monarquía y la aristocracia hereditarias pueden aportar elementos para una convivencia razonable, sin que ésto sea necesariamente interpretado como un retorno al pasado. En este sentido el conocido argumento de Edmund Burke es digno de ser tomado en cuenta: la forma estatal de una nación no puede reducirse a ser la elección popular de un día, que puede ser influida por las bajas pasiones de las masas; la monarquía y las instituciones conformadas por el derecho hereditario son el resultado de la elección de las edades y los tiempos; cuanto más tiempo dura una institución, más sólida es y mejor ha funcionado a lo largo del tiempo (50).

Lo aparente anticuado, como la monarquía, puede preservar valiosos elementos del mundo no racionalizado instrumentalmente y contribuir a dar un sentido de continuidad e identidad a la comunidad respectiva, precisamente porque contiene valores estéticos superiores y porque simboliza la continuidad con el pasado histórico de toda la humanidad: renegar de ese pasado (en el cual los regímenes monárquicos han sido la aplastante mayoría) apunta al designio patológico de no querer reconocerse en su propia génesis. La estética pública de los regímenes monárquicos, desde sus normativas arquitectónicas hasta sus ritos de coronación, ha sido infinitamente superior al gusto pequeño burgués de las repúblicas y a las modas triviales de las plutocracias; sus ceremonias, que incluyen elementos religiosos y casi mágicos, nos unen y, a veces, nos reconcilian con nuestra propia evolución histórica. La monarquía evoca un rasgo indeleble de la condición humana, que es la contingencia. El hecho de que la dignidad más alta del Estado pertenezca a alguien por la mera casualidad de su nacimiento nos recuerda que no todo lo pre-racional es irracional; las elecciones democráticas para el Jefe de Estado no han dotado al cargo supremo de personajes más talentosos, inteligentes, preparados, virtuosos, innovadores o simplemente más aptos que el sistema de la sucesión hereditaria. Y con ello se desvanece uno de los argumentos más vigorosos de la racionalidad democrática en contra de cargos hereditarios.

La monarquía tiene una ventaja práctico-pragmática invaluable en esta era de la corrupción masiva, la tecnoburocracia y la manipulación de la sociedad por los medios de comunicación: el símbolo supremo del Estado y la colectividad permanece fuera de la codicia y los afanes de la casta política. Por más que los aparatos partidarios se esfuercen en la desorientación del público y por más campañas millonarias que distraigan la opinión pública, la plutocracia y la élite del poder no podrán acceder al cargo más elevado de la nación.

En las monarquías prerrevolucionarias el rey era la representación de la estructura familiar, con todos sus factores positivos y negativos; entre él y los súbditos existió un vínculo personal, problemático es verdad, como toda relación entre padres e hijos, pero también llena de familiaridad y hasta de cierta confianza (51), tan diferente de los fríos vínculos que existen hoy entre los ciudadanos y su Jefe de Estado, quien rara vez sale de un anonimato burocrático. Precisamente hoy la legitimidad del poder supremo debería estar ligada a un aura que pueda sobrepasar el tedioso formulismo de la tecnoburocracia y la atmósfera de indiferencia y desafecto que caracteriza toda la esfera política, impregnada por la vulgaridad de los estratos medios dominantes del presente. Los modelos sociales que han sobrevivido más tiempo son aquellos que han sabido combinar testimonios de su pasado histórico y de la esfera simbólica con un funcionamiento adecuado de sus aparatos administrativos, consagrados exclusivamente al casi olvidado bien común. Hoy en día sobre todo las monarquías disponen de esa legitimidad derivada de la esfera simbólica y de una larga historia propia, aunada a un mínimo de ceremonial que recuerda la anterior vigencia de la religión en asuntos mundanos. Por lo demás, la casi totalidad de las monarquías que han sobrevivido hasta hoy son regímenes donde el rey no tiene otros poderes que los atribuidos de manera formal-general por la constitución y los específico-particulares otorgados por las leyes, también de acuerdo a preceptos constitucionales. Y es bueno que así sea. Si la monarquía es posible hoy en día, entonces sólo bajo la forma de parlamentaría-constitucional; aquí se documenta la larga lucha de las sociedades europeas por la democracia pluralista y por el Estado de Derecho (52).

La vocación monárquica de América Latina se manifiesta en nuestro siglo, según J. M. Briceño Guerrero, de forma perversa, oblicua, indirecta y «travestida». «A falta de un rey verdadero, reyezuelos de caricatura»: dictadores que utilizan de modo exorbitante el látigo, séquitos de torvos secuaces, charreteras y sables porque buscan «llenar el vacío creado por la ausencia del manto y la corona, que no de la silla regia y del incienso» (53). Es precisamente en el Tercer Mundo donde se puede constatar ex negativo la positividad de anteriores regímenes monárquicos —que mantenían a raya trabajosamente los ímpetus de la cultura política del autoritarismo y de la corrupción masiva—, comparándolos con la calidad de vida y de la administración pública que vino después de la eliminación de la corona respectiva. Basta recordar algunos ejemplos recientes. Allí donde la monarquía fue abolida por fuerzas «progresistas» y con presunto apoyo popular, como en Adén (1967), Afganistán (1973), Burundi (1966), Etiopía (1974), Libia (1969), Irak (1958), Irán (1979), Laos (1975), Ruanda (1961), Uganda (1966), Vietnam (1955) y Yemen (1962), se establecieron regímenes casi totalitarios que han acarreado un claro desmedro de los derechos humanos, un inocultable retroceso en la cultura cívica y una degradación de la esfera educacional y cultural; en muchos de estos países se suscitaron, además, guerras civiles de extraordinaria duración y severidad. Pese a defectos notorios y a evidentes errores en las políticas de desarrollo, varias monarquías del Tercer Mundo han sabido mantener una porción de la antigua identidad nacional, un mínimo de orden público y un desenvolvimiento económico nada desdeñable, como lo testimonian los casos de Bután, Brunei, Jordania, Lesotho, Malasia, Marruecos, Nepal, Tailandia y Tonga.

La discusión acerca de la aristocracia hereditaria no es tan extravagante y abstrusa como parece a primera vista. Todas las sociedades han conocido jerarquías sociales, grupos altamente privilegiados y desigualdades en los ingresos, la educación y el acceso al poder. Estas diferencias y prerrogativas se han dado de modo particularmente agudo en aquellos experimentos sociales que han propugnado la abolición de los privilegios como uno de los elementos centrales de su identidad y programa. Desde los anabaptistas de Münster en 1534 hasta los regímenes del siglo xx inspirados en el marxismo, todos ellos han producido élites alejadas del pueblo llano, estratos sociales diferenciables y jerarquías difíciles de escalar. De modo realista hay que analizar, entonces, cuáles clases altas son mejores que otras.

En contra de prejuicios muy extendidos, sobre todo en el estrato intelectual, hay que recordar el rol histórico progresista que le cupo jugar a la aristocracia hereditaria. En la era de su máximo esplendor, la mal llamada época feudal, aparecieron los cimientos para la moderna democracia representativa. Según Barrington Moore en la denigrada Edad Media de Europa Occidental se dio el fenómeno, casi único a escala mundial, de la existencia continuada e institucionalmente afianzada de estamentos más o menos autónomos con respecto al poder real; relevante fue también la concepción de la inmunidad de determinadas personas frente a un poder despótico o, por lo menos, arbitrario, quienes conformaron órganos casi independientes y duraderos de representación de sus intereses corporativos. La nobleza fue el más importante de estos estratos, precisamente a causa de su carácter hereditario, su riqueza y sus privilegios sólidamente reconocidos. Sólo en Europa Occidental se dio un cierto equilibrio entre el poder real y una representación casi parlamentaria de los intereses corporativos de la nobleza; luego, a lo largo de siglos, sus privilegios e inmunidades fueron traspasados paulatina pero seguramente a otros grupos y estamentos sociales más amplios. Este parlamentarismo incipiente, la institución del llamado convenio feudal entre señores y siervos (con derechos y deberes claramente establecidos), la idea de inmunidades frente a los máximos órganos estatales y el derecho de resistencia frente a malos gobiernos, configuraron la base del moderno Estado de Derecho y la democracia parlamentaria (54).

En innumerables sociedades del mundo entero han existido grupos sociales altamente privilegiados, munidos de riquezas quiméricas, pero no supieron constituir ni un estamento hereditario a lo largo de generaciones, ni una clase alta independiente en el campo económico, político y hasta cultural. Durante siglos sólo la nobleza europea occidental ha conformado un estrato señorial organizado jurídicamente como instancia de derecho propio, con una ética y una estética diferentes del resto de la sociedad. No hay duda de que los privilegios de la nobleza nos parecen ahora odiosos, pero eran manifiestamente visibles; la transparencia ha sido una de las ventajas más serias del orden premodemo, tan alejada de la falsa igualdad que hoy encubre discretamente las prerrogativas de las élites contemporáneas. La nobleza fue el fundamento de los llamados poderes intermedios (tan apreciados por Montesquieu y Tocqueville), cuya relevancia fue esencial para evitar las amenazas siempre existentes de un gobierno absolutista. La aristocracia hereditaria debe ser distinguida claramente de una mera élite del poder, que depende de los favores y las dádivas del soberano o del gobierno de turno y que por ello no puede desarrollar continuidad institucional, una ética propia y una estética diferenciable (55). Esta élite del poder y las plutocracias contemporáneas son las fuentes actuales de un mal gusto digno de toda crítica, por un lado, y de inclinaciones autoritarias, por otro. Tres peculiaridades de la antigua élite del poder han mantenido y acentuado la alta burocracia y la plutocracia en los países del Tercer Mundo: el saqueo del tesoro público como fuente de su bienestar y opulencia, la estulticia en el manejo de los asuntos de Estado y la carencia de preocupaciones por el destino de la sociedad en el largo plazo, incluida la suerte de sus propios descendientes.

Uno de los factores del éxito y perdurabilidad del régimen aristocrático en Gran Bretaña no ha sido sólo la sabia combinación de monarquía, aristocracia y democracia —como lo postularon Aristóteles, Polibio y Cicerón—, sino también la flexibilidad operativa, aunada a la firmeza de principios, que ha exhibido su nobleza durante largos siglos. El gran estadista conservador Benjamín Disraeli (Earl of Beaconsfield) (1804-1881), un intruso dentro de su estrato social y su partido, logró edificar una coalición entre el pueblo llano y la clase alta conservadora contra las capas medias ascendentes, utilitarias, groseras y materialistas, enemigas de la verdadera distinción y del buen gusto. Esta burguesía exitosa no era partidaria de suprimir jerarquías sociales y menos aun de mejorar la suerte de proletarios y campesinos, aunque usara una dilatada retórica populista, pero era muy hábil en urdir estrategias y fraguar intrigas de cierta complejidad. Disraeli, enemigo de la mediocridad y la falsa igualdad, gozó durante bastante tiempo de una notable preeminencia política porque se percató de que los valores tradicionales, la intuición y la fantasía podían, en determinadas circunstancias, ser superiores a la razón instrumental (56).

Una de las curiosas ventajas de la nobleza en Europa Central y Occidental consistió en elaborar estrategias para mantener la posición y la fortuna incólumnes durante siglos. Las primogenituras, los fideicomisos, los mayorazgos y otros mecanismos conllevaban sacrificios para las líneas laterales, pero han permitido un destino bastante diferente al de las grandes fortunas en el Tercer Mundo y al de los nuevos ricos burgueses, fortunas que tienden a evaporarse después de dos generaciones. En contra de prejuicios muy difundidos, las grandes propiedades nobiliarias han sido administradas con remarcable eficiencia y con un amplio sentido social (57). Pensar en largos períodos temporales es el arquetipo del principio de responsabilidad: es la obligación más relevante y digna, puesto que esta concepción de totalidad, que abraza la dimensión del futuro, está dirigida hacia la naturaleza y nuestros descendientes (58).

Precisamente la sociedad moderna que tiende a especializar cada actividad laboral hasta límites insospechados —y, por ende, a enfatizar los fenómenos de alienación— requiere de aspectos anticipados por los modelos aristocráticos premodernos, que daban preferencia a ocupaciones que fueran inmediatamente gratificantes, un fin en sí mismas y no meros instrumentos para otros medios: el culto del ocio (que no debe ser confundido con la holgazanería), que se consagra a la autodeterminación de cada uno en el marco de una actividad no lucrativa, y que generalmente combina la política con el culto religioso y los placeres estéticos, lúdicos y eróticos (59). Max Weber reconoció que el juego, una de las actividades centrales de la aristocracia feudal, representa el polo opuesto de la racionalidad formal técnica y, simultáneamente, una barrera para evitar los excesos de ésta, así como el lujo ostentoso es una de las mejores impugnaciones del utilitarismo plebeyo. El juego aristocrático tendría como meta la perfección individual y estaría estrechamente ligado al sentimiento caballeresco de la dignidad (60). Por otra parte, el «ser» —gracia y dignidad— constituiría el alma del código caballeresco, así como la «función» lo es del burocrático: el aristócrata que se dedica a la política vive para ella y no de ella (61). De ahí se deriva manifiestamente una defensa de la auténtica aristocracia, contrapuesta a la mera élite del poder. Además, como afirmaron Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, el brillante despliegue de la cultura en Europa Occidental hasta el siglo xix tuvo también que ver con la protección que los príncipes y los señores feudales concedieron al arte y la literatura, protección que significó libertad creativa para los artistas y los preservó de las coerciones del mercado y del «control democrático» (62).

Las élites actuales, como observó Erich Fromm, se comportan como las clases medias en su versión subalterna: ven los mismos programas de televisión, leen —si es que leen— los mismos periódicos, tienen apego por las mismas normativas, por los mismos gustos estéticos: la diferencia es cosa de cantidad y no de calidad (63). La élite política alemana, aseveró Hans Magnus Enzensberger, estaría exenta de aspectos como placer, opulencia, generosidad, fantasía, sensualidad, magnificencia, pompas y galas; su máximo lujo es el lujo plástico de las tarjetas de crédito. Es un poder frío, burocrático y tedioso. Los empresarios más poderosos no poseen consciencia de clase, no tienen un estilo propio y diferenciable de otros estratos sociales, no imponen criterios relevantes para la conformación de la esfera pública, no disponen ni de ideología ni prestigio fuera de su pequeño círculo. Los títulos y los rangos se han esfumado: un buen cocinero vale tanto como un ministro. En lugar del genio hoy es celebrada la estrella de televisión; la cultura se ha transformado en un aderezo ligero para amenizar los programas de los medios masivos de comunicación (64).

Por otra parte, el ascetismo exagerado y la exigencia de una igualdad liminar son ideologías justificatorias que tratan de disimular y compensar un profundo y fuerte sentimiento de envidia. La mayoría de los afectos y las teorías antiaristocráticas se nutren de esa experiencia de envidia, que es una de las características más profundas y duraderas de la psique humana. Se puede afirmar que la envidia es algo más vigoroso y resistente que el anhelo de libertad y resulta, bajo el ropaje de la igualdad, mucho más peligrosa para una sociedad razonable que jerarquías basadas en principios hereditarios. En el fondo, los igualitaristas desarrollan un apetito incontrolable por diversiones baratas e indignas, por honores circunstanciales y, sobre todo, por bienes materiales; estos designios culminan en el régimen menos igualitario que uno puede imaginarse, en la plutocracia. Su peligrosidad se deriva de su carácter engañoso y larvado: el millonario que ve los mismos programas de televisión que sus empleados o el primer secretario del partido comunista que se viste como el obrero modesto disimulan la inmensa concentración de poder que tienen en sus manos y encumbren la colosal distancia que existe entre élite y masa. Por otra parte, la genuina aristocracia, cuyo paradigma es la nobleza hereditaria, representa un contrapeso al mundo gris de la tecnoburocracia, demasiado uniformado y racionalizado (en sentido instrumental), precisamente debido a la característica contingente de ser miembro de la misma, a su ritos curiosos y a sus costumbres anacrónicas: un contrapeso adecuado tiene que proceder de un principio constituyente distinto y alternativo. Finalmente hay que recordar que las aristocracias tradicionales resultaron más humanas y menos peligrosas para el destino del mundo que las nuevas élites que han emergido por «esfuerzo propio» en la segunda mitad del siglo xx: los nuevos ricos en América Latina y África, las mafias en Rusia, las direcciones partidarias en países socialistas y las élites funcionales en las democracias occidentales. La existencia de una aristocracia hereditaria absorbería el primer lugar del prestigio social-histórico y del reconocimiento público, y así se podría mitigar, aunque sea parcialmente, las ansias de prestigio de estos grupos y desviar su energía realmente asombrosa (incluida su capacidad de corromper a la sociedad y sus inclinaciones autoritarias) hacia otras metas más inofensivas.

En un ensayo poco conocido, Lord Ralf Dahrendorf se preguntó por qué la modernidad conlleva la posibilidad de una terrible barbarie y por qué países como Gran Bretaña han desplegado durante el siglo xx una afinidad muy reducida hacia fenómenos como el fascismo, el nacionalismo y el comunismo. Según su teorema, esto se debería a una modernización incompleta: Gran Bretaña habría sido la primera sociedad en introducir el Estado de Derecho y una amplia vigencia de los derechos humanos, pero habría conservado instituciones contrapuestas a la usual legitimación moderna democrática, como la Cámara de los Lores, la High Church anglicana, el Civil Service, el sistema universitario y, sobre todo, la presencia de la antigua aristocracia en el campo cultural. Esta influencia habría sido decisiva a la hora de crear y consolidar valores de orientación: las normativas aristocráticas constituirían un dique contra la posibilidad de regresión y barbarie que está contenida en la modernidad democrática (65).

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Notas:

(50) Sobre la concepción de EDMUND BURKE, cf. GEORGE H. SABINE: A History of Political Thought [1937], Harrap, Londres, 1966, págs. 608-618. Cf. una curiosa opinión divergente: MARIO VARGAS LLOSA: «Diana o la caja de los truenos», en La Razón, La Paz, 7 de septiembre de 1997, pág. A 7: Hoy en día habría que mantener a los monarcas como se preserva a las momias en los museos: en la penumbra y la distancia.

(51) Cf. NORBERT ELIAS: Die höfische Gesellschaft. Untersuchungen zur Soziologie des Königtums und der höfischen Aristokratie (La sociedad cortesana. Investigaciones sobre la monarquía y la aristocracia cortesana), Luchterhand, Neuwied/Berlín, 1969, pág. 68 sq.

(52) Cf. WALTHER R. BERNECKER: «El papel político del rey Juan Carlos en la transición», en Revista de Estudios Políticos núm. 92, Madrid, abril/junio de 1996, págs. 113-135; JOSÉ MARIA TOQUERO: Franco y Don Juan: la oposición monárquica al franquismo. Barcelona, 1989; LAUREANO LÓPEZ RODÓ: La larga marcha hacia la monarquía, Noguer, Barcelona, 1976; CHARLES T. POWELL: El piloto del cambio. El Rey. la monarquía y la transición a la democracia, Barcelona, 1991; JUAN FERRANDO BADÍA: Teoría de la instauración monárquica en España. Madrid, 1975; desde el punto de vista del derecho constitucional cf. JUAN FERRANDO BADÍA: «La monarquía parlamentaria española actual», en Revista de Estudios Políticos, núm. 13, enero/febrero de 1980; RAMÓN COTARELO: «La jefatura del Estado en el sistema político español», en Debate abierto. Revista de Ciencias Sociales, núm. 2, Madrid, primavera/verano de 1990, págs. 23-39; MANUEL FERNÁNDEZ-FONTECHA TORRES/ALFREDO PÉREZ DE ARMIÑÁN y DE LA SERNA: La monarquía y la constitución. Civitas, Madrid, 1987; PABLO LUCAS VERDÚ (comp.): La corona y la monarquía parlamentaria en la Constitución de 1978, Universidad Complutense, Madrid, 1986; MARIANO GARCÍA CANALES: «La forma monárquica en el artículo 1.3 de la Constitución española», en Debate abierto, núm. 3, otoño/invierno de 1990, págs. 9-40.

(53) J. M. BRICEÑO GUERRERO: El laberinto de los tres minotauros. Monte Ávila, Caracas, 1994, pág. 184 sq.

(54) BARRINGTON MOORE: Soziale Ursprünge von Diktatur und Demokratie. Die Rolle der Grundbesitzer und Bauern bei der Entstehung der modernen Welt (Los orígenes sociales de la dictadura y la democracia. El rol de los terratenientes y los campesinos en el surgimiento del mundo moderno), Suhrkamp, Frankfurt, 1974, pág. 477 sq.

(55) Sobre la existencia de una élite del poder a lo largo de la historia española (y la debilidad concomitante de la aristocracia hereditaria), cf. JOSÉ ANTONIO MARAVALL: Poder, honor y élites en el siglo XVII, Siglo XXI, Madrid, 1979, pág. 8, 160, 192, 199 y passim. Sobre élites funcionales y políticas contemporáneas cf. el instructivo artículo de PETER WALDMANN: «Élite / Elitetheorie» (Élite/teorías sobre élites), en DIETER NOHLEN (comp.): Pipers Wörterbuch zur Politik (Léxico Piper de política), vol. I, t. 1, Piper, Munich, 1985, págs. 181-183.

(56) SIR ISAIAH BERLÍN: «Benjamín Disraeli, Karl Marx and the Search for Identity», en BERLÍN: Against the Curren!. Essays in the History of Ideas, Hogarth, Londres, 1980, págs. 252-286; cf. «Introduction», en ibid., pág. XXXVIII.

(57) GEORGES RUDÉ: Europa en el siglo XVIII. La aristocracia y el desafio burgués, Alianza, Madrid, 1980; OTTO BRUNNER: Adeliges Landleben und europäischer Geist (Vida de campo de los nobles y espíritu europeo), Salzburgo, 1949. Cf. la crónica de HAJO SCHUMACHER sobre la actual nobleza en la República Checa: «Willkommen, Herr Graf» («Bienvenido, señor conde»), en Der Spiegel, núm. 35, Hamburgo, 1994, págs. 140-147.

(58) HANS JONAS: Das Prinzip Verantwortung. Versuch einer Ethik für die technologische Zivilisation (El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica) [1979], Suhrkamp, Frankfurt, 1984, pág. 85, 189 sq., 197.

(59) Cf. JÜRGEN HABERMAS: «Die Dialektik der Rationalisierung» (La dialéctica de la racionalización), en Merkur. Zeitschrift für Europäisches Denken, vol. VIII, Munich, agosto de 1954, pág. 721 sq.

(60) MAX WEBER: Wirtschaft und Gesellschaft. Grundriss der verslehenden Soziologie (Economía y sociedad. Compendio de la sociología comprensiva) [1922], Colonia/Berlín, 1964, págs. 813, 826-828. Cf. ARTHUR MITZMAN: op. di., nota 10, págs. 212, 215-217, 220 sq., 268.

(61) MAX WEBER: Politik ais Beruf. op. cit., nota 25, pág. 15 sq.

(62) HORKHEIMER/ADORNO: Dialektik der Aufklärung. op. cit., nota 14, pág. 158.

(63) ERICH FROMM: Die Revolution..., op. cit., nota 3, pág. 33.

(64) HANS MAGNUS ENZENSBERGER: Mittelmass und Wahn. Gesammelte Zerstreuungen (Mediocridad y locura. Distracciones reunidas), Suhrkamp, Frankfurt, 1991, pág. 128 sq., 263, 271.

(65) LORD RALF DAHRENDORF: «Widersprüche der Modernität» (Contradicciones de la modernidad), en MAX MILLER/HANS-GEORG SOEFFNER (comps.): Modernität und Barbarei. Soziologische Zeildiagnose am Ende des 20. Jahrhunderls (Modernidad y barbarie. Diagnóstico sociológico hacia fines del siglo XX), Suhrkamp, Frankfurt, 1996, pág. 197 sq.