17 nov 2011

Lo razonable de la tradición. Una revisión crítica de algunos principios premodernos. I. El punto de partida: el desencanto con la modernidad


Lo razonable de la tradición.
Una revisión crítica de algunos principios premodernos

Por H. C. F. MANSILLA

SUMARIO

I. EL PUNTO DE PARTIDA: EL DESENCANTO CON LA MODERNIDAD.— II. LA RELIGIÓN EN CUANTO FUENTE DE SENTIDO.— III. LA MONARQUÍA Y LA ARISTOCRACIA HEREDITARIAS COMO CONTRAPESOS A LA PLUTOCRACIA PLEBEYA.— IV. LA NECESIDAD DE UNA ESTÉTICA EDIFICADA SOBRE LA BELLEZA.— V. LA NECESIDAD DE UNA SÍNTESIS ENTRE LO TRADICIONAL Y LO MODERNO.

I. EL PUNTO DE PARTIDA:
EL DESENCANTO CON LA MODERNIDAD

H. C. F. MANSILLA, Lo razonable de la tradición.
Una revisión crítica de algunos principios premodernos (I)

Vid. el estudio al completo en
“Lo razonable de la tradición” n. I, n. II, n. III, n. IV y n. V

La eliminación de instituciones, normas y concepciones premodernas fue considerada por marxistas y liberales, tecnócratas y empresarios como imprescindible y, por ende, como altamente positiva y promisoria para acelerar la evolución histórica de todas las sociedades y alcanzar aceleradamente el anhelado objetivo del progreso material. La tradicionalidad, en cuanto noción global opuesta a la modernidad, ha sido desde entonces percibida como algo fundamentalmente negativo o, dicho de modo más benevolente, como algo anacrónico y digno de desaparecer lo más pronto posible. Este proceso, celebrado por los padres del marxismo y los apologistas del capitalismo, engloba, sin embargo, factores destructivos, que recién ahora empiezan a ser percibidos en toda su magnitud e intensidad. Numerosos aspectos de la tradicionalidad, por el mero hecho de pertenecer al mundo premoderno y preindustrial, no pueden ser calificados de retrógrados, perniciosos e inhumanos, sobre todo a la vista de la profunda desilusión que ha causado la modernidad en varios campos.

Como se sabe, las exhaustivas incursiones de la razón meramente instrumental en la praxis cotidiana del hombre y la expansión de mecanismos burocráticos en las relaciones sociales («la colonización del mundo de la vida por los sistemas técnicos») (1) han conllevado el empobrecimiento de las estructuras de comunicación interhumanas y el aumento de los fenómenos clásicos de alienación hasta alturas insospechadas para los clásicos del pensamiento social progresista. Y esta patología social puede ser analizada adecuadamente si se toman en consideración puntos de vista comparativos, por ejemplo los que brinda la confrontación con los elementos positivos que también ha poseído el orden premoderno y preburgués.

Los progresos de las ciencias modernas (2), los triunfos de la tecnología y hasta los adelantos de la filosofía, las artes y la literatura han producido un mundo donde el hombre experimenta un desamparo existencial, profundo e inescapable que no sintió en las comunidades premodernas que le brindaban, a pesar de todos sus innumerables inconvenientes, la solidaridad inmediata de la familia extendida y del círculo de allegados, un sentimiento generalizado de pertenencia a un hogar y una experiencia de consuelo y comprensión —es decir: algo que daba sentido a su vida. En la segunda mitad del siglo xx esta situación se agravó a causa de un sistema civilizatorio centrado en el crecimiento y el desarrollo materiales a ultranza, sistema que, por un lado, fomenta la soledad del individuo en medio de una actividad frenética, y, por otro, tiende a diluir las diferencias entre lo privado y lo público, entre el saber objetivo y la convicción pasajera, entre el arte genuino y la impostura de moda, entre al amor verdadero y el libertinaje hedonista. No es de extrañar que dilatados fenómenos de anomia desintegradora surjan cada vez más frecuentemente en estas sociedades de impecable desenvolvimiento tecnológico: se incrementa notoriamente el número de personas y grupos autistas, que ya no pueden distinguir entre agresión a otros y autodestrucción (y que no poseen justificativo alguno para cometerlas) (3).

El hombre no se reduce, empero, a una racionalidad práctico-pragmática, que puede ser explicada suficientemente por medio de los conflictos de intereses materiales. Como todos los seres vivientes, los humanos tienen que vivir en medio del mundo material y en confrontación con éste, pero lo hacen de acuerdo a creencias, instituciones, normas y convenciones que dan sentido y significación a sus esfuerzos. Como afirmó Marshall Sahlins, lo decisivo no estriba en que los modelos civilizatorios obedezcan a coerciones materiales —todas las especies animales hacen lo mismo—, sino en que el hombre se doblega ante estas presiones del entorno natural siguiendo las reglas de sistemas simbólicos y normativos, que no están predeterminados exhaustivamente por el sustrato material y entre los cuales reina, por consiguiente, una cierta variabilidad. La utilidad es algo ya interpretado culturalmente (4). En este campo es donde mantienen su relevancia fenómenos como la religión, las jerarquías no económicas y la esfera de la estética, que la modernidad y, más aún, sus últimos apéndices posmodernistas, tratan de disipar. La decadencia de la dimensión simbólica ha conllevado un empobrecimiento inocultable de la civilización actual, y éste tiene que ver directamente con el decaimiento de las tradiciones aristocráticas. La ruina de las convenciones en el trato social, la abolición de ritos y ceremonias, la dilución del tacto y la cortesía, la transformación del arte en una técnica de publicidad y la declinación de la estética y el ornato públicos han conducido a estabilizar un mundo regido exclusivamente por principios técnicos, dominado por la uniformidad cultural y caracterizado por la pobreza emotiva, la difusión de un narcisismo tan cínico como obvio y la pérdida del sentido de responsabilidad. Las personas se saben intercambiables entre sí: al no recibir el reconocimiento de los otros, despliegan una baja autoestima, muy proclive a la destrucción del entorno y a la automutilación, sin que esta violencia anómica esté basada o, por lo menos, acompañada de justificaciones ideológicas. La situación es agravada por factores estrictamente modernos, como ser el surgimiento de enormes aglomeraciones urbanas, el incremento poblacional (debido paradójicamente a modestas pero continuas mejoras de la salud e higiene públicas) y la intensificación de la presión demográfica (en un mundo finito e inelástico), lo que aumenta el desamparo existencial, el autodesprecio y la sensación de la escasa valía de cada persona (5). Hasta en sociedades bien administradas, como en la Suecia socialdemocrática del presente, se advierten el hastío de la vida despersonalizada, la mezquindad burocrática y el centralismo asfixiante causados por la tutela omnipotente del Estado benefactor y la ruina de la esfera simbólico-cultural (6).

La modernidad y el orden burgués-capitalista han significado, sin duda alguna, el triunfo del individualismo y del racionalismo, pero, al mismo tiempo, han minado desde adentro al individuo y a la razón. Cuanto más racional funciona la sociedad, cuanto más justicia social brinda a sus miembros, tanto más reemplazable resulta cada individuo y tanto menos es éste diferenciable de sus congéneres. La lógica de la evolución histórica conlleva la disolución de las odiosas formas exteriores de las jerarquías y diferencias sociales, pero también significa la nivelización de los individuos por obra de los grandes colectivos y las necesidades tecnológicas del presente (7). Parece que la dialéctica entre libertad e igualdad puede llevar a una antítesis insalvable entre ambas. El florecimiento de la tecnología, en cuanto la manifestación más patente de la razón instrumental, y la exacerbación del narcisismo asocial, como la culminación del neoliberalismo, han terminado por hacer superfluos el espíritu crítico y la consciencia personal. El endiosamiento de la evolución técnica ha conducido a que la máquina pueda prescindir del maquinista. El perfeccionamiento de los instrumentos técnicos hace superflua la reflexión en torno a las metas para las cuales aquéllos fueron creados: los medios desplazan a los fines (8). Comportamientos basados en la solidaridad y la espontaneidad, la capacidad de reflexión crítica y los elementos lúdicos asociados a la fantasía creativa han sido reemplazados paulatinamente por otras destrezas que gobiernan el mundo actual; las pericias técnicas, la capacidad de adaptación al entorno, la mimetización con la mayoría de turno y la astucia en las cosas pequeñas de la vida constituyen las virtudes indispensables de nuestra era. «Hoy se ha hecho realidad el sueño de que las máquinas desplieguen habilidades humanas, pero los hombres actúan cada vez más como si fuesen máquinas» (9).

El funcionamiento específico de las grandes organizaciones en los campos de la economía, la administración y la política nos hacen ver los límites históricos a los que ha llegado el individuo: como lo entrevió Max Weber de manera clarividente, la burocracia ha sido la gran triunfadora en las lides del siglo xx, con independencia del régimen político concreto. La burocratización ha equiparado distintas clases de trabajo, ha «parcelado el alma», ha conllevado la pérdida de la libertad, ha compelido al hombre a ser un engranaje bien aceitado de una maquinaria difícil de controlar, ha creado la «jaula de hierro de la servidumbre» y ha separado la moral de la razón instrumental —una evolución que Weber, pese a su anhelada abstención de juicios de valor, criticó acerbamente: un pueblo sin valores éticos se vuelve servil, y una administración pública altamente burocratizada produce indefectiblemente políticos corruptos y oportunistas (10).

La modernidad ha engendrado formas contemporáneas y menos visibles de prejuicios, discriminación y dogmatismo, que, debido a su envoltorio técnico y módico, no pueden ser constatadas fácilmente. Mediante una gran encuesta empírica a mitad del siglo xx, Theodor W. Adorno y sus colaboradores encontraron que en los Estados Unidos una porción relevante de la población, que había recibido una adecuada instrucción especializada y estaba dotada de considerables destrezas laborales, compartía prejuicios irracionales, anticuados e insostenibles sobre otros grupos humanos y acerca de poblaciones enteras a nivel mundial. Estas personas disponían de una buena base de conocimientos científicos y exhibían simultáneamente supersticiones curiosas; estaban orgullosas de ser «individualistas» y, al mismo tiempo, vivían en el temor constante de no ser exactamente como los otros; se jactaban de su «independencia», pero se sometían dócilmente a aquellos que detentaban poder y autoridad. Se segregaban rápidamente en grupos antagónicos: los propios (ingroups), que congregaban todas las virtudes positivas, y los otros (outgroups), donde parecía acumularse todo lo negativo (11). Las cosas no han cambiado fundamentalmente desde entonces. Después de un largo proceso histórico, en el cual la Ilustración, el racionalismo en todas las esferas y la democracia liberal han jugado los roles determinantes, nos enfrentamos hoy en día con dilatados sectores sociales que alimentan comportamientos atávicos, rígidos y autoritarios: son incapaces de acercarse en cuando individuos a las personas de los otros grupos y siguen percibiendo en éstos al otro por excelencia, es decir al extraño, al adversario y al inferior. En medio del progreso actual persiste una personalidad autoritaria que se la creía superada hacía muchísimo tiempo; los individuos alienados y desorientados de las sociedades modernas —que conforman probablemente una sólida mayoría y que se destacan por una remarcable ignorancia acerca de todo aquello que no cae dentro de su inmediata esfera laboral— buscan y encuentran chivos expiatorios en las minorías de todo tipo, aminorando así a largo plazo la validez de los derechos humanos y del Estado de Derecho (12).

El designio de crecer y desarrollarse sin restricciones en un mundo finito no deja de exhibir aspectos irracionales. Ya en 1966, en su crítica del programa «The Great Society» del entonces presidente norteamericano Lyndon Johnson, Herbert Marcuse señaló que la dinámica representada por una economía que crece sin fin y por una productividad que se incrementa sin límites es esencialmente irracional, pues los factores de esta dinámica se transforman en objetivos en sí mismos, en metas normativas autónomas, desligadas de necesidades y dimensiones humanas. Una sociedad de despliegue económico inexorable e imparable es asimismo un sistema de inmenso derroche y pésima asignación de recursos y no podría, por ende, constituir nunca un «puerto seguro», un «lugar de paz», donde el hombre se encuentre consigo mismo, liberado de los incesantes imperativos de las maquinarias productiva y administrativa, imperativos que van siempre ligados a procesos de manipulación masiva. Además: un modelo económico de crecimiento infinito perpetúa paradójicamente la escasez, puesto que hace brotar incesantemente nuevas necesidades artificiales de bienes y servicios; se vuelve perenne la lucha de los individuos por sobrevivir en medio de una competencia despiadada y para tratar —infructuosamente— de elevar permanentemente el propio nivel de consumo (13). Erich Fromm, siguiendo un argumento de John Stuart Mili, afirmó acertadamente que una suspensión del incremento del sector productivo y del aumento demográfico no significaría de ninguna manera una paralización del progreso civilizatorio. Una congelación de los índices de crecimiento abriría unas perspectivas bastante aceptables para el progreso en otras áreas, incluyendo las culturales y ecológicas (14). Aunque estrictamente razonable en términos científicos, el llamado crecimiento cero se perfila como muy impopular en el Tercer Mundo, donde la religión contemporánea del desarrollo continuo se ha transformado en un dogma incontrovertible.

Los costes de la modernización van subiendo tanto en los países del Tercer Mundo —contaminación ambiental, pérdida de tiempo por congestiones de tráfico, aire irrespirable, acumulación impresionante de basura en los mejores barrios, destrucción de todo lo verde, horario cotidiano dictado hasta en sus más mínimos detalles por imposiciones de una burocracia despersonalizada, criminalidad alarmante, pérdida de la identidad de las ciudades, los barrios y hasta los ciudadanos, donde los aburridos centros comerciales de estilo provinciano norteamericano se transforman en los templos y coliseos contemporáneos— que mucha gente ya se pregunta si vale la pena «subirse en estos términos al carro de la modernidad. Al punto que los términos de modernización y calidad de la vida aparecen cada vez más, en las evaluaciones silenciosas que hacemos todos, como términos en conflicto» (15). O dicho en una perspectiva más amplia: ¿vale la pena —ya a mediano plazo— acabar con los últimos bosques y poner en peligro los ecosistemas naturales por conseguir un desarrollo material según el modelo norteamericano?

Finalmente, y por razones de equidad, hay que mencionar los aspectos negativos del orden premoderno. Como la critica racionalista se ha consagrado a ello de manera exhaustiva desde el siglo xviii, podemos resumirla en pocas palabras. La tradicionalidad ha sido el mundo del colectivismo y el conformismo, en el cual la variabilidad de roles era muy restringida; el hombre estaba habitualmente condenado a asumir una sola función durante toda su vida, que era simultáneamente su identidad. Las estructuras político-institucionales premodemas eran débiles, improductivas e inconfiables; su capacidad de actuación era tan limitada como su penetración geográfica y espacial era fragmentaria. Los sistemas premodernos se destacaban por ser estáticos y altamente jerárquicos, en los cuales la autonomía del individuo estaba, como se sabe, sometida a los avatares más diversos, como los caprichos del gobernante de turno y la tuición asfixiante de las confesiones religiosas (16).

Pero, como ya se mencionó, son los aspectos negativos de la modernidad los que nos hacen volver la vista a la tradicionalidad. Últimamente las ciencias sociales y la etnografía han subrayado la enorme relevancia social de valores normativos preindustriales y preburgueses, como la heterogeneidad estructural, la familia extendida, los sistemas de solidaridad y reciprocidad inmediatas, la estabilidad emotiva brindada por lazos primarios sólidos —que luego resultan tan indispensables para producir individualidades bien conformadas—, el tener campo para entregarse a la imaginación y la fantasía, un espacio para el ocio y la existencia de jerarquías sociales transparentes y más o menos razonables. Todo esto nos exime de examinar estos factores una vez más en este ensayo.

Por otra parte: muchas de las normativas y las pautas de comportamiento tradicionales, y precisamente algunas de las más difundidas, no merecen francamente ser rescatadas. Los elementos populares de la tradicionalidad han sido los más ligados al irracionalismo y colectivismo, los más próximos a las supersticiones y a los cultos groseros, política y culturalmente los más proclives al servilismo y, ante todo, los que estaban más atados al espíritu de su época; en una palabra: los ingredientes populares de la tradicionalidad resultan ser los más anacrónicos y obsoletos, los más representativos de una cultura plebeya de mal gusto y enteramente propensa a caer bajo los dictados de modas efímeras de consumo masivo y alienante. Los principios premodernos de carácter aristocrático se manifiestan, por lo contrario, como dignos de ser preservados hoy en día. Su religiosidad es notablemente más intelectual y, por consiguiente, menos extrovertida, santurrona y farisaica. Su estética es más depurada y sensual, menos mojigata y atada a asuntos circunstanciales, y, por lo tanto, menos pasajera y transitoria. Su distancia frente a los gustos y inclinaciones del momento les confiere a los principios aristocráticos una relevancia cosmopolita y de largo aliento, favorable, por ejemplo, a planteamientos ecológicos y conservacionistas y, por ende, propicia a una ética de la responsabilidad. Para este ensayo se han elegido precisamente los aspectos más vilipendiados del orden premoderno, para mostrar, en base a estos casos de trabajosa comprensión, lo rescatable de la tradicionalidad:

— la religión en cuanto fuente de sentido y consuelo;
— la monarquía y la aristocracia hereditarias como modelos institucionales que nos unen con la historia y que encarnan lealtad, dignidad, valores no cuantificables financieramente y estrategias de largo aliento y responsabilidad; y
— la concepción del arte y la literatura como una estética fundamentada en lo bello.

Continúa en...


Notas:

(1) JÜRGEN HABERMAS: Theorie des kommunikativen Handelns (Teoría de la actuación comunicativa), vol. I, Suhrkamp, Frankfurt, 1981, pág. 107 sq.; vol. II, pág. 171 sqq., 229 sqq.; sobre esta temática cf. WILLEM VAN REIJEN: «Die Aushöhlung der abendländischen Kultur. Jürgen Habermas' magnum opus» (La socavación de la cultura occidental. La obra magna de Jürgen Habermas), en DETLEF HORSTER: Habermas zur Einführung (Introducción a Habermas), Junius, Hamburgo, 1990, págs. 75-81.

(2) Cf. la espléndida y breve obra de KARL LÖWITZ: Wissen, Glaube und Skepsis (Saber, creer y escepticismo), Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen, 1962, pág. 76 sg. Ya a partir del siglo xvii se expande en Europa Occidental la convicción de que el mundo pierde su acostumbrada coherencia, descomponiéndose en fragmentos ininteligibles, y para subsanar lo cual no se encuentra una brújula adecuada.

(3) Sobre esta temática cf. PETER WALDMANN: Anomie. Versuch ein in Verruf geratenes Konzept zu rehabilitieren (Anomia. Intento de rehabilitar un concepto desprestigiado), Universidad de Augsburgo, Augsburgo, 1995 (con amplia bibliografía); sobre la anomia asociada al terrorismo irracional cf. HANS MAGNUS ENZENSBERGER: Aussichten aufden Bürgerkrieg (Perspectivas de la guerra civil), Suhrkamp, Frankfurt, 1996, págs. 20, 29, 48.

(4) Cf. el interesante estudio de MARSHALL SAHLINS: Culture and Practical Reason. Chicago U.P., Chicago/Londres, 1976, passim, en la cual SAHLINS criticó el potencial explicativo de conocidas teorías de la evolución histórica centradas en el interés y la utilidad materiales, como el marxismo.

(5) Cf. la espléndida obra de HANNAH ARENDT: The Origins of Totalitarianism [1951], Harcourt Brace, New York/Londres, 1973, págs. 323, 330, 475, 477. Cf. también STEFAN BREUER: Die Gesellschaft des Verschwindens. Von der Selbstzerstörung der technischen Zivilisation (La sociedad de la disipación. Sobre la autodestrucción de la civilización técnica), Junius, Hamburgo, 1993, pág. 14; NEIL POSTMAN: Das Verschwinden der Kindheit (La desaparición de la infancia), Frankfurt, 1983, pág. 151; RICHARD SENNETT: Verfall und Ende des öffentlichen Lebens. Die Tyrannei der Intimität (Decadencia y fin de la vida pública. La tiranía de la intimidad), Suhrkamp, Frankfurt, 1983, pág. 299.

(6) Cf. HANS MAGNUS ENZENSBERGER: Ach Europa! (Ah Europa), Suhrkamp, Frankfurt, 1987, págs. 9-49.

(7) MAX HORKHEIMER: «Pessimisraus heute» (Pesimismo hoy), en KORKHEIMER: Sozialphilosophische Studien (Estudios social-filosóficos), Athenäum-Fischer, Frankfurt, 1972, pág. 142.

(8) MAX HORKHEIMER: Zur Kritik der instrumentellen Vernunft (Critica de la razón instrumental), Fischer, Frankfurt, 1967, págs. 124, 144.

(9) MAX HORKHEIMER: Gesellschaft im Übergang (Sociedad en transición), Athenäum-Fischer, Frankfurt, 1972, pág. 101.

(10) MAX WEBER: Gesammelle Aufsätze zur Soziologie und Sozialpolitik (Trabajos compilados sobre sociología y política social), Mohr-Siebeck, Tübingen, 1924, pág. 414; WEBER: Gesammelte Aufsätze zur Religionssoziologie (Ensayos reunidos sobre sociología de la religión), 1.1, Mohr-Siebeck, Tübingen, 1920/1921, págs. 204, 521, 552, 569; t. III, pág. 120; WEBER: Gesammelte politische Schriften (Escritos políticos reunidos; compilación de Johannes Winckelmann), Mohr-Siebeck, Tübingen, 1980, págs. 308, 330-332, 556-558. Testimonios de esta crítica weberiana altamente emotiva, basada en la necesidad de solidaridad y fraternidad, en el excelente trabajo de ARTHUR MITZMAN: La jaula de hierro. Una interpretación histórica de Max Weber [1969], Alianza, Madrid, 1976, págs. 161-163.

(11) THEODOR W. ADORNO et al.: The Authoritarian Personality [1950], t. 1, Wiley, New York, 1967, págs. IX, 104, 147-150.

(12) Ibid., t. II, págs. 618 sq., 653, 658-663.

(13) HERBERT MARCUSE: «Das Individuum in der "Great Society"» (El individuo en la «Gran Sociedad») [1966], en MARCUSE: Ideen zu einer krilischen Theorie der Gesellschaft (Ideas sobre una teoría crítica de la sociedad), Suhrkamp, Frankfurt, 1969, pág. 158 sq.

(14) ERICH FROMM: Die Revolution der Hoffnung. Für eine humanisierte Technik (La revolución de la esperanza. Para una técnica humanizada) [1968], Rowohlt, Reinbek, 1974, pág. 108 sq.

(15) MARTIN HOPENHAYN: «Respirar Santiago», en Nueva Sociedad, núm. 136, Caracas, marzo/abril de 1985, pág. 51.

(16) Entre la enorme literatura existente sobre esta temática cf. el brillante compendio de PATRICIA CRONE: Pre-Industrial Societies. Blackwell, Oxford, 1989.

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