6 ago 2012

Ley "de gradualidad" y gradualidad "de la ley"


Ley "de gradualidad" y gradualidad "de la ley"

Los padres sinodales, dirigiéndose a los que ejercen el ministerio pastoral en favor de los esposos y de las familias, han rechazado toda separación o dicotomía entre la pedagogía, que propone un cierto progreso en la realización del plan de Dios, y la doctrina propuesta por la Iglesia con todas sus consecuencias, en las cuales está contenido el precepto de vivir según la misma doctrina. No se trata del deseo de observar la ley como un mero “ideal”, como se dice vulgarmente, que se podrá conseguir en el futuro, sino como un mandamiento de Cristo Señor a superar constantemente las dificultades. En realidad no se puede aceptar un “proceso de gradualidad”, como se dice hoy, si uno no observa la ley divina con ánimo sincero y busca aquellos bienes custodiados y promovidos por la misma ley. Pues la llamada “ley de gradualidad” o camino gradual no puede ser una “gradualidad de la ley”, como sí hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina, para los diversos hombres y las distintas situaciones. Todos los esposos están llamados a la santidad en el matrimonio, según el plan de Dios, y esta excelsa vocación se realiza en la medida en que la persona humana se encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con ánimo sereno, confiando en la gracia divina y en la propia voluntad. Por tanto, los esposos a quienes no unen las mismas convicciones religiosas, no pueden limitarse a aceptar de forma pasiva y fácil la situación, sino que deberán esforzarse, con paciencia y benevolencia, por llegar a una voluntad común de fidelidad a los deberes del matrimonio cristiano.

Juan Pablo II, ‘Alocución en la Clausura de la V Asamblea General del Sínodo de los Obispos’ (25 de octubre de 1980), n. 8

Sería un gravísimo error concluir... que la norma enseñada por la Iglesia sea de suyo solamente un “ideal”, que deba adaptarse, proporcionarse, graduarse –como dicen– a las posibilidades del hombre “contrapesando los distintos bienes en cuestión”. Pero ¿cuáles son las “posibilidades concretas del hombre”? ¿Y de qué’ hombre se está hablando? ¿Del hombre dominado’ por la concupiscencia o del hombre redimido por Cristo’? Porque se trata de esto: de la realidad de la Redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido!’ Esto significa que nos ha dado la posibilidad’ de realizar la verdad entera’ de nuestro ser. Ha liberado nuestra libertad del dominio’ de la concupiscencia. Si el hombre redimido sigue pecando, no se debe a la imperfección del acto redentor de Cristo, sino a la voluntad’ del hombre de sustraerse de la gracia que deriva de aquel acto. El mandamiento de Dios es, ciertamente, proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las capacidades del hombre a quien se ha dado el Espíritu Santo; del hombre que, si ha caído en el pecado, siempre puede obtener el perdón y gozar de la presencia del Espíritu.

Juan Pablo II, ‘Discurso a los participantes a un curso sobre la procreación responsable’ (1 de marzo de 1984), n. 4

La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás es imposible. Ésta es una enseñanza constante de la tradición de la Iglesia, expresada así por el concilio de Trento: «Nadie puede considerarse desligado de la observancia de los mandamientos, por muy justificado que esté; nadie puede apoyarse en aquel dicho temerario y condenado por los Padres: que los mandamientos de Dios son imposibles de cumplir por el hombre justificado. “Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas” y te ayuda para que puedas. “Sus mandamientos no son pesados” (1 Jn 5, 3), “su yugo es suave y su carga ligera” (Mt 11, 30)» (Ses. VI. Decreto sobre la justificación ‘Cum hoc tempore’, cap. 11: DS, 1536; cf. can. 18: DS 1568. El conocido texto de san Agustín, citado por el Concilio, está tomado del De natura et gratia’, 43, 50 (CSEL 60, 270).

Juan Pablo II, Enc. Veritatis Splendor’ (6 de agosto de 1993), n. 102

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5 ago 2012

Del lógos de los griegos y de los romanos al Lógos de Dios



Cuando Jesús se convierte en caso. 

Benedicto XVI y la valentía de abrirse a la amplitud de la razón

Está en lanzamiento el libro «Ampliare l’orizzonte della ragione. Per una lettura di Joseph Ratzinger — Benedetto XVI» (Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2012, 77 páginas) del arzobispo prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe. Publicamos pasajes de uno de los capítulos que retoma el texto de la intervención en el congreso «Del lógos de los griegos y de los romanos al Lógos de Dios. Recordando a Marta Sordi» (Milán, Universidad católica del Sagrado Corazón, 3 de noviembre de 2011).

Gerhard Ludwig Müller

En la lección de Ratisbona —un momento mágico de la historia universitaria alemana— Benedicto XVI puso nuevamente de relieve la síntesis entre fe y razón, y entre libertad y amor. Cuatro conceptos que hoy un mundo secularizado querría reclamar para sí, al tiempo que no reconoce a la Iglesia el derecho de presentarse como fundamento o fuente de una vida sensata de la sociedad. Quien no cree en Cristo como único e insuperable mediador de salvación, alardea de la propia apertura mental y capacidad de tolerancia, acusando al mismo tiempo a la Iglesia de constricción de las conciencias y de imperialismo espiritual. Pero esta tolerancia elevada a absoluto en una visión pluralista del mundo al parecer decae cuando se trata del cristiano y de su opción fundamental de fe.

Detrás de todo esto se oculta a menudo la idea de que el hombre sólo puede llegar a un conocimiento más profundo de manera  unidimensional, puramente inmanente. Lo no visible queda confinado al campo de la psicología o de la mitología, como modelo de superación subjetiva de una realidad insostenible, y por ello no se le atribuye ninguna existencia real. No existe, por consiguiente, ninguna pretensión de verdad, una medida última, un Dios. Pero, ¿cómo es posible emitir, con una actitud agnóstica, ese juicio tan apodíctico?

Nace así la dictadura del relativismo, de la que hablaba el cardenal Ratzinger en la apertura del cónclave del que saldría como Benedicto XVI.

El relativismo aplicado a la verdad no es sólo un razonamiento filosófico, sino que desemboca inevitablemente en la intolerancia respecto a Dios. Los enunciados centrales sobre Dios, Jesucristo, la Iglesia, se consideran, como mucho, una subcultura de una agrupación religiosamente motivada. Dios se convierte en un «ideal» utilizable para la edificación o la pedagogización de los hombres. Jesucristo se convierte en un «caso» particularmente adecuado para servir de modelo a la moral de la sociedad, y la Iglesia es una libre unión (como una asociación) de personas con las mismas opiniones subjetivas en materia de religión.

Aquí hay que buscar los motivos por los cuales los temas religiosos se convierten en tabúes en la esfera pública; y también los motivos por los cuales el mensaje cristiano y la Iglesia son excluidos del debate político.

La Iglesia, se dice, está constituida por personas motivadas religiosamente, que sin embargo no poseen ningún derecho de intervención y participación en la configuración del mundo. Están sujetas a un paradigma cultural limitado, que sin embargo por lo general no es vinculante, sino que más bien entra en la esfera de la subjetividad individual y colectiva.

También por la idea que la teología cultiva de sí misma, esta valoración de la fe no queda sin consecuencias. ¿Constituye aún una genuina investigación sobre Dios con los auspicios de la razón, o solamente un programa al que se dedican algunos de sus miembros?

El liberalismo relativista como forma agente del pluralismo no puede tolerar que Dios se haya revelado efectivamente al hombre, pues en ese caso se debería admitir que el hombre no es la medida de todas las cosas, sino que se debe al amor divino que otorga libertad. El liberalismo relativista, que absolutiza el placer y el lucro, se contrapone al hombre eucarístico, que debe a Dios su propia existencia y redención, y participa de la libertad y de la gloria de los hijos de Dios.

¿Puede tener éxito un mundo sin Dios? Este interrogante no se plantea en un nivel puramente teórico. Es necesario vincularlo a la premisa de que Dios existe y que nosotros lo separamos de lo que es su propiedad. No se trata, por lo tanto, de la cuestión de si Dios existe o no, sino del neto rechazo de su presencia. Quien reconoce que Dios es el perno y el eje de su propia vida, con frecuencia es objeto de burla no por el hecho de que no exista un Dios al que podríamos dirigirnos, sino porque se desearía desterrarlo conscientemente de la realidad. Una razón ilustrada se proclama Dios y sugiere que el hombre se basta a sí mismo.

Pero nuestra profesión de fe contiene ya el germen de un encuentro con Dios orientado según la razón humana. Razón y racionalidad no son conceptos incompatibles con la fe, aunque este es el reproche recurrente que hace la modernidad pluralista y relativista. Nosotros, en cuanto seres racionales, somos concebidos de manera tal que no escondemos a Dios ante la razón. Él la ha creado, él es el Lógos omnicomprensivo, en suma el único que puede guiarnos hacia la experiencia y el conocimiento. El hombre se piensa a sí mismo y piensa el mundo, y piensa su motivo trascendental que da origen a todo. Emplea su propia razón. Pero, ¿cómo puede la razón pensarse a sí misma sin hacer referencia a Dios?

El pluralismo relativista y el laicismo salen al encuentro de ese hombre que querría vivir sin Dios para no tener que sujetarse a reglas, reglas que sin embargo derivan precisamente del hecho mismo de ser hombre.

Un debate sin este punto de referencia desquicia al hombre. Porque ya no existe una base capaz de mostrarle quién es él, en sustancia. Sin el dominio liberador de Jesucristo, lo que constituye esencialmente al hombre se transforma en una farsa. Privado de consistencia, él se transforma en un monstruo, terror de quienes no son capaces de defenderse. Los ejemplos están a la vista de todos: los millones de abortos, la investigación con células madre embrionarias y la eutanasia.

Precisamente por esto, el mundo necesita una razón que no sea sorda respecto a lo divino. El Lógos divino asumió la naturaleza humana en Jesucristo. Esta es la fe que la razón enseña a comprender; esta es la razón que llega a la fe; esta es la libertad que actúa según la conciencia.

Fuente: L’Osservatore Romano, número 32, domingo 5 de agosto de 2012, página 7.